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El fiel Birshen

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Fue en el decimotercer cumpleaños de Aalis, princesa de Walden en una época en la que ya se empezaba a hablar de la extinción de los dragones, cuando Brishen la vio por primera vez. Brishen, por aquel entonces, ya había alcanzado el grado de Fiel Caballero, que era el mayor grado que podía alcanzar un caballero en el reino de Godwin.

Los Fieles Caballeros eran siete y por encima de ellos sólo estaba la autoridad del rey, al que incluso tenían derecho a desobedecer, siempre y cuando fuera en bien del pueblo y los siete estuvieran de acuerdo.

Los Fieles Caballeros de Godwin no tenían riquezas, más allá de sus caballos, sus corazas y sus espadas. Ni siquiera tenían un hogar. Toda su vida se debía al pueblo, a la ley y, en tanto que la máxima autoridad, al rey. Escoltaban al rey en cualquier travesía que este juzgara peligrosa y eran enviados allí donde fuera menester restaurar la justicia.

Ser nombrado Fiel Caballero no reportaba riqueza alguna, sino más bien responsabilidades, y era necesario haber demostrado las más altas cualidades en el ejercicio de la caballería durante al menos dos lustros antes del nombramiento.

Los Fieles Caballeros de Godwin eran reconocidos y admirados por todos los hombres y mujeres de bien no sólo en Godwin, sino también en los cinco reinos vecinos que circundaban al país. La mera presencia de alguno de los caballeros en una celebración era un honor para los celebrantes. Por ello el rey de Walden solicitó al rey de Godwin que asistiera al menos un Fiel Caballero al cumpleaños de la princesa Aalis.

Aalis estaba prometida con el heredero de Godwin, el príncipe Dietrich, dos años mayor que ella. La fecha del enlace no estaba fijada, pues en un raro respeto por la infancia de los novios alguien dijo que mejor era que se desposaran siendo ya hombre y mujer adultos. Parece ser que fue el padre de Aalis quien no quiso que su niña dejara de ser niña demasiado pronto.

Aquella indefinición en el acuerdo marital levantaba constantes rumores. Entre los más habituales destacaban los que decían que el acuerdo estaba roto o a punto de romperse por tal o cual motivo.

Había también otros rumores que según pasaba el tiempo crecían más y más: los que decían que Aalis iba camino de convertirse en la princesa más bella del mundo conocido y que esto desataría los deseos de todos los príncipes casaderos de cada reino, lo que conduciría a innecesarias guerras.

En tales circunstancias, la presencia de Brishen, en representación de los Fieles Caballeros en el cumpleaños de Aalis, significaba que el reino de Godwin mantenía firme su alianza con el reino de Walden.

Brishen no disfrutó de la celebración. Trató de seguir el protocolo, cumplir con las exigencias de su cargo, ser amable con unos y con otros, y acabarse la carne que había en el plato. Pero su mente ni siquiera estaba allí. Tan abstraído en sus penas se encontraba, que si le hubieran preguntado de qué animal era el muslo que se estaba comiendo, él habría caído en la cuenta de que se estaba comiendo un muslo.

La única vez que su mente bajó al mundo fue cuando por un segundo miró a Aalis y previó en ella la futura mujer en que había de convertirse. “Sí que será la más hermosa”, se dijo y ya no volvió a pensar en otra cosa que no fuera el viaje de vuelta.

Partió aquella misma noche, nada más acabar el banquete. Algunos nobles le aconsejaron descansar en palacio y retrasar el viaje hasta la mañana siguiente, para evitar los peligros nocturnos. Pero Brishen no deseaba realmente la vida. Sabía, por su propia experiencia, que ser un Fiel Caballero no suponía una vida tan noble y honrada como muchos pensaban. Lo sabía por la sangre que había brotado de sus muchas heridas. Lo sabía por la sangre que había recorrido el filo de su espada. Los gritos y los golpes de víctimas y victimarios, tantos que había presenciado, jamás abandonaban su corazón. Así que, con el cuerpo arrastrando el dolor del alma, su sombra abandonó el castillo esa misma noche.

Nada cambiaría hasta, pasados los años, el día del esperado enlace entre Aalis y Dietrich, ya coronado rey tras la muerte de su padre. El joven gobernante, en cuanto supo que Aalis se había convertido en la beldad que todos vaticinaban, apresuró el acontecimiento lo más que pudo.

Convertido en un hombre, Dietrich, bien criado en alimentos, cultura y modales, se mostraba lo suficientemente apuesto y galán como, dicen, para ser capaz de seducir con facilidad a cualquier doncella. Tal era su galantería que ni un año llevaba en el cargo cuando se hizo popular la expresión “un lecho puede conocer más gente en una semana, que todo un palacio en un año”. Expresión que no conocerás pues por suerte sería enterrada con el propio Dietrich.

Pero no adelantemos acontecimientos que poco tienen que ver con nuestro relato y regresemos al día de la boda: Todo transcurría según lo previsto. Dispendio, lujo, invitados de las casas reales de los reinos cercanos… Dietrich estaba tan seguro de sí mismo que hizo sentar a sus siete Fieles Caballeros en un palco de honor y les obligó a vestir traje de gala, desarmándoles de sus corazas, de sus espadas y alejándoles de sus caballos.

En la hora fijada, junto a la puerta de la catedral, apareció la novia, exquisitamente vestida para la ocasión. En aquel momento, el corazón de Brishen latió con vida levemente. Pero fue algo tan sutil que el caballero ni siquiera se percató. Desde aquel lejano cumpleaños no había vuelto a verla, ni la había vuelto a recordar. Pero, ahora, al mirarla, descubría que la niña se había convertido en la mujer que hasta él mismo llegó a prever.

Sonriendo a su futuro esposo y más bonita que nunca, al son de cítaras y coros de armoniosas voces, la princesa caminó por el pasillo central lentamente, hacia el altar… Hasta que, de pronto, el techo se abrió por la mitad con un terrible estruendo y descendió un enorme dragón negro. Alargó sus patas hacia la princesa, la agarró y se la llevó volando.

Caos. Gritos. Confusión. Carreras. El polvo de las piedras destrozadas elevándose y cubriéndolo todo. Los locos volviéndose locos recitando conclusiones precipitadas. Madres que protegen a niños que lloran sin saber por qué. Adultos que saben muy bien por qué se han cagado en los pantalones.

Y tras eternos instantes, las mentes preclaras analizan la situación: El templo profanado, la princesa Aalis secuestrada, el rey Dietrich humillado, los siete Fieles Caballeros burlados…

Aquella misma mañana corrió la voz de que el dragón había sido invocado por un oscuro hechicero a las órdenes de alguno de los príncipes invitados, el cual habría sentido envidia de Dietrich, el mujeriego, y justificándose en que no se merecía una esposa como Aalis, habría mandado secuestrarla.

Dietrich llamó a sus siervos y consejeros más cercanos, y se fue con ellos a palacio, no sin antes ordenar que se interrogara a todos los nobles asistentes a la ceremonia, impidiendo por la fuerza que ninguno escapara de la arruinada catedral.

Si tal medida molestó a los nobles de Godwin, más aún a los invitados extranjeros, especialmente a los de sangre real. Éstos consideraban una afrenta la interrogación forzosa, por ambos motivos: por interrogación y por forzosa.

Enseguida, las escoltas de los príncipes y reyes extranjeros se pusieron en guardia, y si no estalló allí mismo la guerra (que inevitablemente terminaría por estallar al día siguiente) fue por el buen hacer de los Fieles Caballeros, que emplearon su autoridad y prestigio en calmar los ánimos de unos y otros. En esta tarea, Brishen no participó.

Un impulso como hacía tiempo no había sentido, le llevó a los establos de inmediato. Allí encontró su coraza y su espada. Ensilló su corcel, puso el equipaje en sus lomos y lo montó. Antes de que el dragón se perdiera en el horizonte, Brishen cabalgaba como una flecha tras él.

La persecución duró varias horas, hasta que, al ocaso, el dragón descendió hacia una cueva de las Montañas del Norte. Sin perderle de vista, Brishen descendió del agotado corcel, se puso la coraza, envainó la espada en el cinto y continuó a pie.

La noche había caído por completo cuando Brishen alcanzó la entrada de la cueva. Al fondo, en una cavidad, brillaba una luz. En el interior de aquella cavidad, resplandecía toda una galería. En ella, el dragón había juntado un gigantesco montón de hojas y ramas y haciendo uso de su aliento de fuego, había encendido una gran hoguera. El calor era tal que Aalis, a unos pocos metros, estaba prácticamente desmayada.

Brishen aguardó a que el dragón se durmiera. Cuando esto ocurrió, entró en la galería, se abalanzó sobre él y le hundió la espada en la cerviz. En su último estertor, el dragón aleteó y se revolvió con fuerza, lanzando por los aires a Brishen, que cayó sobre la gigantesca hoguera y perdió el conocimiento, convencido de que la muerte era inminente.

Cuando Brishen abrió los ojos, sorprendido de estar vivo y dolorido por las quemaduras que recorrían su cuerpo, lo primero que vio fue el rostro de Aalis. “Descansa” le dijo la muchacha y él volvió a cerrar los ojos.

Nunca supo Brishen cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Ni tampoco durante cuántos días estuvo Aalis curando sus heridas y alimentándole. Y eso que, a pesar de los inmensos dolores, las fiebres y un sinfín de males físicos, Brishen se sentía casi feliz. Y digo “casi” porque en el fondo de su corazón, Brishen nunca olvidó que Aalis era la prometida de otro. Otro más joven, más apuesto y más rico que él. Otro que pertenecía a una clase superior, la clase de Aalis, a la que él no pertenecía.

La tristeza volvió a inundarle el día en que, recuperadas las fuerzas, bajó a un arroyo cercano, a mirar su reflejo en el agua. Allí descubrió su propio rostro deformado por las quemaduras. Se desnudó y comprobó que todo su cuerpo se hallaba en un deplorable estado.

Decidido a ser el que era, el Fiel Caballero triste de siempre, se vistió, se armó, montó en el corcel y con la princesa abrazada a su espalda, regresó al palacio real de la capital de Godwin.

Aún estaban, en el más majestuoso de los salones palaciegos, dos reyes discutiendo qué estrategia seguir para encontrar al dragón: Brayton, rey de Walden y padre de Aalis, y Dietrich, rey de Godwin y prometido de Aalis. Mientras discutían, oyeron un griterío en el exterior. Se asomaron a una ventana y contemplaron todo un espectáculo: Brishen montaba al paso, con Aalis dormida entre sus brazos. Les escoltaban los otros seis Fieles Caballeros, tratando de abrirse camino entre una multitud que celebraba el fin de la guerra. Pues eso era lo que suponía el regreso de la princesa. Finalizar la guerra que se había iniciado a raíz de su desaparición. Una guerra que ni Brishen ni Aalis habían conocido, pero que concluía con su regreso.

Ya en el interior de palacio, rodeados de sirvientes y escoltas, Brayton y Dietrich recibieron con honores a Brishen y Aalis. Pero el impulsivo Brayton, el rey que no quiso casar a su hija hasta que ésta fue toda una mujer, olvidando protocolos, abrazó con fuerza a la princesa. Allí, ella debió decirle algo al oído porque, de inmediato, Brayton suspendió el acuerdo de boda con Dietrich y entregó la mano de su hija a Brishen.

El caballero recordó su espeluznante imagen en el arroyo. Sintió miedo y vergüenza. Comparó el recuerdo de sí mismo con la apostura de Dietrich. De inmediato desenvainó la espada, la puso en el cuello de Brayton y dijo: “No puede su alteza hacer eso…”. Pero no tuvo tiempo de más. La escolta del rey de Walden se abalanzó sobre Brishen, que fue herido de muerte.

Brishen cayó al suelo sin fuerzas, al tiempo que los Fieles Caballeros llegaban para poner paz, otra vez demasiado tarde.

Calmada la situación, Dietrich se acercó a Brishen y le dio las gracias por su lealtad: “De verdad que eres fiel a tu rey, que pudiéndote desposar con la princesa, has arriesgado tu vida por mí… Ejemplo de caballería y lealtad”. Brishen trató de decirle: “No lo hice por ti…”, pero su voz era tan débil que Dietrich no le oyó.

El rey de Godwin se levantó pidiendo que vinieran los médicos.

Aalis se agachó hasta Brishen, apoyó su rostro en el del caballero, y le susurró entre lágrimas: “¿Por qué me rechazas, si yo te elegí a ti?”

Fue entonces cuando, por primera vez desde que su espada conociera la sangre, Brishen quiso vivir.

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